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PROVOCACIONESPor Adolfo Bellido
Una
nota de prensa indicaba que en Madrid durante la proyección de La
pianista hubo que asistir a más de veinte personas por ansiedad. De ellas,
decía el escrito, la mayor parte eran hombres. Si ese es el número de personas
que en este título de Haneke “enfermaron”, podemos deducir que el número
habría sido mucho mayor si títulos como Funny
games y El vídeo de Benny
hubiesen sido estrenados “normalmente”. Pero la proyección de esas películas
quedó circunscrita a los cines de versión original. Y es que La pianista es casi un cuento infantil descafeinado si se compara
con los otros dos títulos citados. Realmente el cine de Haneke es de una gran
crueldad. Sus películas reflejan el horror cotidiano en el que este mundo
nuestro se encuentra inmerso. Es comprensible que el espectador, ante la
escalofriante visión que provocan estos filmes, no encuentre otro asidero que
la angustia o la nausea. Provocación,
pues, la que presentan unas imágenes desnudas de historias complacientes. Son
fogonazos que intentan recoger/mostrar unos trozos de vida representativos de la
comodidad de parte de nuestra “perfecta” vida occidental en la que nada
parece faltar para... ser, o sentirse, feliz. Expresión de unas vidas
desgraciadas, apocalípticas, infernales, instaladas en la comodidad, en el
desarrollo de una existencia (la de acá, la del ricachón Norte) que tiende a
la globalización y que exporta falsas ideas paradisíacas. No
es extraño que en estas películas los medios de comunicación adquieran un
papel primordial, en cuanto a representación y establecimiento de unas formas
de conducta y de actuación. Los medios de comunicación, abanderados por la
televisión, lanzan unas imágenes violentas o ñoñas, dolorosas o exaltadoras
de un vida dominada por el confort, el lujo, el poder. No hay más que
convertirse en poseedores para transformarse en los dioses de unas vidas
marcadas por... la soledad. Ese es un punto esencial de las imágenes de Haneke:
sus personajes miran sin entender, son seres solitarios, egoístas,
desconocedores del cariño, del amor. Individuos, nunca mejor dicho, encerrados
en su caparazón sin lograr “dar” a los otros más que inútiles palabras o
sin buscar, ellos, la razón de su egoísmo. La mujer de Funny games sufre porque va a morir, no por el asesinato de su
marido y de su hijo, mientras que Benny es “abandonado” a su suerte por sus
padres. Eso sí, enmascaran/ocultan el crimen de su hijo, pero no por amor.
Pretenden salvarse ellos, seguir manteniendo su falsa presencia de seres
respetables, exentos de toda duda, culpa. Por tanto, deben evitar ser marcados
(arrojados al escarnio) por las televisiones como padres de un insensible y
demente niñato, un ser, en realidad, dañado (convertido en monstruo) por la
insensible época en la que le ha tocado vivir. Soledades,
angustias, caminos en busca de un encuentro que nunca se produce. Ese es el
incesante deambular, sin rumbo, de unos seres condenados a vivir en la sociedad
que les ha creado. Han sido lanzados al mundo sin que nadie les orientase, les
haya, simplemente, hecho caso o sin que tan siquiera puedan diferenciar lo que
es o no es ético. Los medios han generado un espectáculo multiforme donde todo
tiene el mismo valor: el de la imagen que devuelve su mirada. No hay valores sólo
contravalores. El amor no es más que una prisión. Cada ser habla un lenguaje
distinto en el intento de crear una unidad vivencial, monocorde.
El
estilo provocador de Haneke no se regodea en los hechos delictivos, en la maldad
de unos seres, mayor en cuanto no es conocida como tal y que incluso asumen como
otra representación más. No, el estilo del realizador se decanta por el no
mostrar, no “regodearse” en los vergonzantes hechos que se presentan. La
imaginación, la de cada uno, recreara esos instantes ladinamente ocultados. Un
procedimiento que sirve al director para convertir al espectador en el propio
representador y actuante de lo que ocurre. Él, o sea nosotros, nos convertimos
así en los habitantes del mismo mundo representado en la pantalla, y, al mismo
tiempo, devenimos en los propios ejecutores del terror. La monstruosidad de los
seres ficticios, pues de eso se trata, encierra nuestra propia monstruosidad, la
de un mundo que la ha generado de forma acorde a unos determinados intereses. Las
más escalofriantes escenas de las películas de Haneke se presentan fuera de
campo o elípticamente. ¡Y de qué manera! Su fuerza expresiva, su bofetada es
aún mayor que si “viéramos” lo que realmente ocurre. Pienso en Funny
games, en la forma de expresar brillantemente la muerte del niño (¡esa
televisión -que casualidad- salpicada con la sangre!) o la violencia del
momento en que se obliga a desnudarse a la mujer (un instante que recuerda a
otro durísimo y “obligado” striptease
en la excelente Hombre del oeste de
Anthony Mann), el asesinato de la adolescente en El
vídeo de Benny, la dilatada escena de “sexo” en los servicios en La
pianista... Todo es posible para unos seres que no tratan de disimular unas ansias que deben ser normales, al formar parte del mundo en que se vive. Ahí están las imágenes violentas que escupen las televisiones desde los informativos, las series de acción o las películas que se recrean mostrando actos vandálicos y que por todos sus poros rezuman violencia, enormemente gratuita además. La violencia adquiere un protagonismo que atrapa a los más indefensos. El ansia de destruir, de posesionarse de una vida confortable en la que todo es posible, es el aliciente vivencial de unos seres incapaces de entender otra cosa que aquella que les pregone como dioses de sus actos. Se trata de hacer lo que les plazca, no lo que deban. Es la negación de la ética colectiva, la proclamación del ego en su sinsentido. Denuncia, todo ello, que supone una de las brillantes aportaciones de este director nacido en Alemania y que hace cine en Austria. Todo
parece, y quizá lo sea, demasiado complejo en el cine de Haneke. Pero se trata
de un todo complejo no de unidades esquemáticas, particularizadas. El
macrocosmos expresado en Código desconocido no es sino la generalización de unas historias
aparentemente individualizadas. Ahí, diversos personajes en sus diversas
profesiones tratan de “entender” lo que pasa o les pasa. Inútil labor, ya
que seguirán encerrados en si mismos, envueltos en mil códigos desconocidos.
No es raro que, en este admirable filme hecho de silencios en casi su totalidad,
se den cita seres de diferentes países expresándose cada uno de ellos en su
idioma original. Un círculo difícil de romper. Nadie entiende a nadie.
Palabras y silencio. Sordomudos y parlantes oyentes. Tanto da, ya que ni ellos
mismos, aquellos que hablan el mismo lenguaje, que poseen el mismo código, son
capaces de entenderse. Estamos
ante la presencia de unos seres monstruosos, que se muestran como tales. No es
raro que estas historias procedan de un austriaco-alemán. Él ha nacido,
andado, por lugares que a lo largo de la Historia han sabido lo que significa el
advenimiento de monstruos. ¿Quién los genera? ¿Sólo los medios? ¿Es cuestión
de “herencia”? Pero, de ser así ¿de qué tipo de herencia se habla? ¿Cómo
una sociedad de amplio nivel “cultural” es capaz de generar monstruos? ¿Acaso
el monstruo no es la propia sociedad?
La
música, depositaría de la belleza, se convierte en La
pianista en una peligrosa serpiente poseedora de un veneno nada dulce. Una
continuidad de acciones y situaciones que nos llevan del ayer al hoy sin
posibilidad alguna de cambio. La niña que en ese filme toca el piano no es más
que un reflejo de la propia protagonista, encadenada para siempre a su madre por
un falso amor destructor. ¿Se puede crear belleza y armonía en la oscuridad
infernal en la que viven? Los actos de la protagonista, evidentemente, no la
redimen, sino que la condenan a la soledad. ¿O quizás ha aprendido algo en ese
final escapatorio donde todos los seres, al fin y al cabo con una monstruosidad
cercana a la suya, son “encerrados” en uno de los sacrosantos edificios
erigidos como depositarios del refinamiento cultural? ¿Se ha salvado, quizá,
la niña, su alter ego, con el salvaje ataque que la artista le ha ocasionado
(provocando el corte de su mano), como forma de cercenar la posibilidad de que
se convierta en una nueva pianista, y por tanto en quien la sustituya en el
futuro? A la provocación temática, visual e ideológica asumida por Haneke hay que unir la estética, la forma con la que concibe sus películas. Larguísimas secuencias resueltas en plano fijo o cortos planos escrutadores. En cualquier caso la secuencia en sí aparece como la depositaria de un instante, como producto de una determinada forma de llevar y llegar al conocimiento del (o de los) personaje(s), y nunca como algo completo adscrita a una historia convencional y narrativa. Sus películas son provocaciones desde los inacabables y eternos momentos que parecen agotar la paciencia de los espectadores más acomodaticios o desde la ausencia de una historia clásica en la que todo parece negado a la contemplación (o al entendimiento). En estas películas se trata de que el espectador cree la propia película, busque la realidad de lo que se cuenta y actualice los determinados códigos narrativos. En
su búsqueda expresiva Haneke es capaz de realizar una obra tan innovadora como Código
desconocido, que por su carácter reflexivo, interiorizado, lleva al
espectador hasta el límite del agotamiento. E, incluso, de darnos una escena
tan medida como aquella que en La pianista
nos aísla (¡aísla!) a la profesora en un asiento separada del resto de
compañeros del conservatorio mientras escucha la pieza que ejecuta un
examinando (su “rendido” admirador). Una secuencia admirable en la que por
medio de tres planos nos acerca en distintos “tempos” a la protagonista
(pasamos de un plano más general a un primer plano) marcando así diferentes
tiempos narrativos (es decir, el tiempo progresa, estamos en cada cambio de
plano en momentos distintos). A
Haneke no le interesa el explicar las cosas. Se trata de “dar”, representar,
imágenes. Una forma de clara provocación que se opone a una narración clásica
y lógica. Lo suyo es ir a lo esencial, escribir con imágenes tratados
reflexivos sobre una sociedad, como la nuestra, generadora de monstruos desde su
afincamiento confortable y culto. Trozos de vida, itinerarios del aquí y del
ahora. Ese es su cine, un cine trágico y doloroso, duro capaz de noquear con imágenes
impactantes al espectador. Representación sobre la representado. Poder de la
televisión como icono emergente. Algo, de todas formas, que Haneke conoce
demasiado bien, pues entre otras cosas ha dirigido variados (y conflictivos)
telefilmes. El medio por excelencia no le fagocitó. Su conocimiento, y uso, le
ha servido para mostrar su propio sentido alienador. Sin exagerar se puede decir que el cine de Haneke es uno de los más interesantes del momento actual. Una clara expresión de un mundo a la deriva.
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