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LA SOLEDAD DISFRAZADAPor Marcial MorenoPocos
directores pueden presentar una obra tan coherente desde el punto de vista estilístico
como Eric Rohmer. No sólo los temas de sus películas son recurrentes, sino
también la manera de acercarse a ellos, esos diálogos incesantes entre los
personajes en los que mucho más importante que lo que dicen es lo que callan, y
en los que la cámara va descifrando lo que se oculta tras sus palabras para
desarrollar la auténtica dimensión cinematográfica de su obra. La
soledad es uno de esos lugares comunes. En las películas de Rohmer abundan los
personajes solitarios, aunque la relación que mantienen con la soledad es
diversa, como diversa es la manera en que ellos mismos comprenden, cuando no
ocultan o disfrazan, esa relación. Una
de las películas paradigmáticas en este sentido es El
rayo verde. La trama, si así puede llamarse, gira en torno a las
dificultades de su protagonista, Delphine, para organizar sus vacaciones una vez
que le ha fallado, a última hora, la compañía prevista. Sin duda Delphine es
un personaje solitario, así lo repiten una y otra vez sus amigos y conocidos, y
así lo acentúa la puesta en escena de Rohmer, quien nos la presenta en
reiteradas ocasiones entre una gran masa de gente sin nada que decir, sin relación
alguna con nadie, o caminando sola de un sitio a otro, como en una huida
constante. Incluso lo observamos en la relación con sus amigos. Cuando se
encuentra con su amiga Manuela al comienzo de la película para contarle su
situación, el encuadre nos las ofrece por separado, y cuando se acercan y
entran en el mismo plano, ambas se dan la espalda. Sin embargo la indagación del director en la personalidad de Delphine no se conforma con mostrarnos a una joven desesperada por su abandono, sino que va más allá al analizar las causas del mismo. Y es entonces cuando descubrimos que su soledad más que una condena es una elección: quizá desesperada, pero en cualquier caso asumida. Reiteradamente la vemos renunciar a las sucesivas invitaciones de sus amigos, y rechaza tanto la posibilidad de viajar sola como la de hacerlo en grupo. En realidad Delphine tiene miedo a la compañía, es incapaz de relacionarse con la gente, y es por ello que reiteradamente rechaza la posibilidad de entablar conversación con desconocidos. El contraste entre el bañador-corsé con el que se protege y la desnudez de la chica sueca que conoce en la playa es el que marca la distancia entre alguien que se da a los demás y ella, incapaz de abrirse y al tiempo de entregarse a alguien diferente. Delphine defiende numantinamente la soledad que tanto dice temer. El incierto (y fugaz) final parece más una ilusión que un auténtico cambio en su vida. En
la misma línea que El rayo verde se
encuentra El amor después
del mediodía. El personaje de Frederic es casi una anticipación de lo que
sería más tarde Delphine. En este caso parece que la soledad es asumida
gozosamente; al principio de la película nos cuenta que le gusta la gente, pero
no para integrarse en ella, sino para flotar como un solitario en su masa, como
si nadase en el mar. El entorno social en el que se mueve subraya esta idea: los
distintos matrimonios amigos suyos se comportan casi como desconocidos, no sólo
no quieren trabajar juntos, o simplemente ignora cualquier cosa de sus
respectivas ocupaciones, sino que incluso se niegan a salir juntos. Y todo ello
desde una complacencia tan gozosa como sospechosa. Frederic, sin embargo, va rebatiendo con sus hechos lo que a sí mismo se dice. Sus sueños poco tienen que ver con la actitud distante con la que se relaciona con las mujeres, y la irrupción de Chloé provocará unos sentimientos que él tratará de disfrazar de mil maneras, pero que le colocarán en la tesitura que más teme. También Frederic es preso de sí mismo, también su vestimenta ejerce el papel de coraza que le defiende del exterior, y cuando esa coraza puede caer, huye desesperadamente, asume para siempre su soledad. Por mucho que diga a su mujer “me da miedo estar solo”, se resigna a volver a sentarse en los cafés viendo pasar a las mujeres e incapaz de decirles nada. El rayo de esperanza que Delphine vislumbraba está aquí ausente. Si
en El amor después del mediodía
Frederic acaba huyendo hacia sí mismo, en Las
noches de luna llena Louise vive en una constante huída hacia los demás.
Es lo que ha hecho desde los 15 años; desde entonces siempre ha estado en
pareja, y ahora dice querer “experimentar”, incluso “sufrir” la soledad.
Es por ello que quiere recuperar su apartamento en la ciudad y comienza a
distanciarse de Rémi, con quien vive en las afueras. Pero ¿de qué huye realmente Louise? De nuevo la puesta en escena de Rohmer contradice las palabras de su protagonista. Las características de Rémi y de su morada son una invitación no a buscar la soledad, sino a huir de ella; y eso es lo que en realidad está haciendo Louise. La tosquedad de su novio contrasta con el ansia por conocer gente de ésta, pero además el lugar donde viven representa la gelidez de sus relaciones: el apartado suburbio dónde está enclavado, las dificultades para salir y llegar a él, la funcionalidad geométrica de su construcción, los tonos asépticos de sus paredes, incluso los cuadros de Mondrian que las decoran van creando ese ambiente insoportable para Louise, la cual pretende encontrar la calidez añorada en su apartamento parisino. Una vez allí su intención es establecer constantes citas con los demás, hasta el punto que cuando no lo consigue miente a su amigo Octave y le dice que su soledad ha sido buscada. La angustia de su situación queda perfectamente reflejada en esa magnífica escena en la que es ella misma quien ha de llevarse el desayuno a la cama porque no tiene a nadie que lo haga o al menos con quien compartirlo. El final es uno de los más terribles de Rohmer. Tras sus tribulaciones y autoengaños Louise se aferra a lo último que le queda, a su relación con Rémi, y corre hacia su casa como hacia la salvación. En realidad está haciendo lo mismo que ha hecho siempre, huir de la soledad, aunque la compañía que ahora busca sea tan precaria y desilusionante como la película nos ha mostrado. Pero ni siquiera el triste consuelo que le quedaba a Frederic al final de El amor después del mediodía le está reservado a Louise. En una desangelada y gris madrugada la vemos avanzar por una desierta calle hasta que sale del plano y queda, por unos instantes, la calle vacía.
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