La isla del holandés
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La isla del holandés

Para su debut en el largometraje, Sigfrid Monleón ha escogido una novela de Ferrán Torrent.Primer largometraje del joven valenciano Sigfrid Monleón. Conocedor y degustador del buen cine. Admirador de las grandes películas y de los eminentes cineastas de ayer y de hoy. Buen crítico y autor de varios (interesantes) cortometrajes. Para su debut ha escogido una novela del conocido (lo que no significa buen) escritor valenciano Ferrán Torrent.

Realmente es de lo poco conocido (y de hay su apoyo por ciertos sectores) que hoy tenemos por estas tierras comunitarias. Junto con Sigfrid ha escrito el guión (de su propia novela) de una historia que transcurre en una isla (Formentera que con belleza ya había enamorado a Medem para rodar allí su irrelevante Lucia y el sexo), cerrada, en el filme, a toda interferencia exterior. Un, ¡vamos!, pequeño paraíso para disfrute de guardias civiles (bueno, un único, joven y sorprendente guardia civil ejemplo de bondad absoluta) o de refugiados políticos que, como si de Casablanca se tratase, tratan de salvar al (final al) holandés del título. Aunque para ello tenga que cambiar su idea de marcha de la isla. Curioso azar: el holandés que ofrece la barca a nuestro protagonista para que acuda al intercambio preparado por los amigos (políticos) de éste, será usada finalmente por él mismo para marcharse (huir) de la isla junto a la mujer que ama (y que se había enamorado de nuestro personaje desechando así al anterior amor, el holandés). En realidad el amor (como la política) en el filme parecen ser cosas de intereses, ya que la mujer se alía con el recién llegado por si este decide marcharse de la (paradisíaca, aunque, al parecer no para la mujer) isla. Un final, que aparte del sentido de cita, u homenaje cinéfilo, encierra, o parece enunciar, toda una premisa moral (no moralista).

El principal problema de La isla del holandés es que es poca cosa. Aunque ocurren muchas y existe una variada fauna humana, es una simple, y etérea, película que termina por convertirse (como el entorno de la isla) en agua. No sólo por su simpleza sino también por su sentido plano: todo que acontece tiene la misma importancia.

De todas formas, de entrada, hay un notable error (ese mismo que algunos adujeron, injustamente, de Visionarios): el punto de vista. El prólogo parece poner las cosas en claro, el narrador va a ser (un mediocre) Pere Ponce. Todo así lo explicita en su marcha al destierro (detenido por izquierdista –de salón- en la España dictatorial de los años 60). Los primeros planos del filme en que, a distancia, se despide de su amante, parecen poner especial énfasis en una situación poco importante (como luego se demostrará). El personaje de la mujer aparecerá nuevamente en el último tercio de proyección y, eso sí, preparará la huida de la isla del prisionero político... pero sin problema para andar libre por la isla bajo palabra de honor -¡el honor español!- del protagonista de no pretender escaparse. Hecho que como he dicho no tiene lugar, ya que al final (a pesar de la tentación) cede su sitio al holandés (su enemigo en amores).

¿Por qué no comenzar la película con la llegada a la isla? ¿Qué misterio encierra ese prólogo innecesario? Quizá el conocer a la mujer para evitar la sorpresa de su ulterior llegada. Pero eso se podría haber dado de otra manera.

La isla es una especie de reducto aislante del (mezquino, tramposo) exterior peninsular. A ella han accedido seres que necesitan redimir (u olvidar) un pasado. Gentes entrañables que a pesar de su cara de pocos amigos, siempre reflejando el enfado (el holandés, por ejemplo), son excelentes personas. Una especie de unión amistosa la de sus habitantes (sobre todo, curioso, la de los de fuera que se han visto obligados a recalar allí), aunque sólo sea como defensa del exterior. Un amplio espectro de estas bondades vendrán explicitadas por el (sacrificado) alcalde, el increíble (y divertido) guardia civil (aunque más bien parezca un marciano), el médico borrachín (salido de cualquier película de Ford), esos foráneos y no muy convencidos lugareños... La verdad es que no se entiende qué demonios de desviaciones a la historia principal existen en ese heterogéneo cuadro: el problema de la venta (frustrada) a una multinacional para sustituir a las salinas, la historia (absurdita) del robo y muerte (casual) de alguien en él... Ni tampoco se entiende la razón de ciertos momentos: el médico durmiendo, como producto de la borrachera, en su casa a la que es acompañado (en visita -¿médica- del protagonista impuesta por el propio doctor), dejando (supongo) con un palmo de narices (cosa que parece importar poco, aunque suponga una afrenta a la lógica del relato) al holandés que presumiblemente preparaba la escena a los dos personajes, la historia del médico...

No es lo único que no casa en este, a pesar de todo, simple rompecabezas. Los personajes actúan así porque el guión lo exige y no porque los hechos lleven a ello. Existe una despistante relación espacial entre los distintas ubicaciones. ¿Qué más? Pues apoyaría, igualmente, lo negativo la debilidad comunicativa de ese paraíso isleño. No se ve como tal en el relato. Como tampoco la existencia (masiva) de otros habitantes (o al menos lo parece) del lugar hasta que aparecen  (por sorpresa y como surgidos de debajo de las piedras) en el pleno municipal para decidir lo que se va a hacer con la propuesta inmobiliaria contraria a sus intereses salineros (?).

Poco explicitada la postura política (por lo que aparece como irrisorio el destierro temporal) del protagonista, más amante de placeres personales que de defender ideales. Bien es verdad que la interpretación de Pere Ponce (monocorde, fría, impersonal) poco ayuda a ello. Y no digamos nada del compañero del holandés (encerrado en Francia) y de su historia con el policía que desea vengarse. Un personaje que parece salido de otra película, y que da paso a algunas de las partes más descabelladas del filme: el ingreso en el hospital junto a la enfermera (nada menos que la hija del policía tomada como señuelo para que éste pueda esperar en la puerta de la sala las palabras de la hija que le identifiquen, a la hora de la muerte del ladrón, quien es el verdadero asesino: una “confesión” en el último momento). El desenlace de esta historia (al fin se sabe que el personaje del ladrón encarcelado en Francia tiene relación con la película que vemos) carece de fuerza. Problema, como hemos dicho, debido a lo plano de la realización, a no valorar de forma especial nada de lo que ocurre.

Pero el asidero-unión entre las historias es... de película.

El sacrificio (al que son dados los “desinteresados” y comprensibles habitantes del lugar) y el egoísmo (propio de los habitantes de la península) se enfrentan como forma dispar de entender -y aceptar- la vida. Pero en ese sentir, salvo el dibujo de escasos personajes, existe un acartonamiento propio de seres de una pieza. Algo de lo que no se salva el malísimo gobernador (su habitáculo se ha rodado en el Palacio de la Generalitat Valenciana: ¿acaso un guiño irónico?), imagen o reflejo de las muchas Gescarteras y demás chanchullos económicos.

Los personajes más interesantes son el del niño mudo y el interpretado por Cristina Plazas. En ellos hay muchos matices (bella la escena en que aquél quema los “ídolos” flamencos). Aparte de estar soberbiamente interpretados. Dos seres, por lo demás, que aparecen como unos extraños en sus actitudes y querencias. Cuando ellos están en escena la película gana muchos enteros. La secuencia amorosa –y toda la cadencia que lleva a ese instante- es admirable, aparte de serlo la sensualidad que desprende la actriz. Personajes, además, hasta cierto punto, distintos a los otros. Uno, el chico, porque la ausencia de habla le convierte en una realidad-símbolo estimable, el otro -ella- por presentar el amor como necesidad y como moneda de cambio que le permita salir de la isla. Es, quizá, la mujer la única que razonadamente desea abandonar la isla. Para ello busca cualquier asidero.

Una buena fotografía y una excelente música sirven de adorno a esta película de escasos vuelos, que, eso sí, está (técnicamente) bien dirigida por Sigfrid. Sus múltiples referentes fílmicos no son molestos. Incluso, tampoco es revulsivo, en tal caso sería al contrario, el abandono (por parte de Sigfrid) del tono grandilocuente y empalagoso con el que se barniza a muchas primeras obras. El director, su mayor método, ha optado por la sencillez, algo que nuestros futuros directores deberían tener en cuenta.. Pero la película no da mucho más de si. Y es que en ella hay demasiada vela pero escasa “mecha”.

Mr. Arkadin   

LA ISLA DEL HOLANDÉS

Título Original:
L´illa de l´holandès
País y Año:
España, 2001
Género:
DRAMA
Dirección:
Sigfrid Monleón
Guión:
Sigfrid Monleón
Producción:
Oberón Cinematográfica
Fotografía:
Andreu Rebes
Música:
Pascal Comelade, José Manuel Pagán
Montaje:
Joaquín Ojeda
Intérpretes:
Pere Ponce, Juli Mira, Roger Casamajor, Dafnis Balduz, Emma Vilarasau, Cristina Plazas
Distribuidora:
Lauren Films
Calificación:
Todos los públicos

 

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